Cartas de amor #1
Donde cuento mi experiencia en el terreno de escribir cartas de amor
Hace poco leí en Teoría de la noche, de María Moreno, una cosa que me gustó mucho. Hablaba ella del no-arte de escribir, y decía lo siguiente: “No escriban nunca, pero nunca, cartas de escritor, de esas que contienen una sarta de verdades acerca del universo, aspirantes a ser volcadas ante los pies de la posteridad. Si no nos sale, digan la verdad. Por ejemplo, si estaban a punto de escribir Estoy perdiendo las esperanzas, pero luego les pareció demasiado cursi, escriban: Iba a escribir que estaba perdiendo las esperanzas, pero luego me pareció demasiado cursi”. Creo que es un consejo genial, eso de no aspirar a la excelencia y a la posteridad, ese explicitar las dudas y los no-saberes, así que se lo copio aquí, en esta primera carta:
No sé bien cómo dirijirme a vosotras. No sé si poner “Queridas” o si poner “Hola” o si directamente no poner nada. Siento que tengo que saludaros de alguna forma, ahora que sé que estáis ahí, al otro lado de la notificación que os avisa de mi escritura. Siento además que es más chulo así, como si de verdad fuera esto una carta (quiero que lo sea) que os envío desde mi casa a la vuestra. Así que bueno, no sé, hola a todas, espero de verdad que estéis muy bien o al menos (y sobre todo) muy tranquilas. Yo lo intento, aunque no siempre me sale.
En esta primera carta me apetece mucho rememorar mi experiencia en el terreno de la escritura de cartas, que la verdad, no es por echarme flores, pero es bastante. La gran condena de mi madre fue leerme desde muy pequeña y llevarme a bibliotecas a pasar las tardes, así que le salió una hija repipi que se divertía mucho en soledad, leyendo y escribiendo cosas rarísimas. De esos ejercicios de escritura -que considero mis mejores obras, ojalá algún día volver a ser tan genial- sobre todo salían cuentos, pero a veces también surgían cartas.
Las cartas fueron escritas, en un primer momento, como objetos fugaces que volaban de pupitre en pupitre en mis clases de Primaria. Arrancaba una hoja del cuaderno de rayas, me la ponía en las rodillas, debajo de la mesa, y escribía con letra temblorosa a mi amiga o a la persona de la que estuviera enamorada en ese momento (que en muchas ocasiones coincidía que era, justamente, mi amiga). Nunca se me he dado bien dibujar, pero casi siempre adornaba el papel con alguna floritura, o marcaba palabras concretas con bolis de colores brillantes para que así quedaran mejor. Inventé en ese tiempo muchas formas ingeniosas de hacer llegar mis cartas para que no me pillara el maestro: enrolladas en los capuchones de los bolis, en forma de avión, de pelota, o directamente en varios cuadrados y pasada de mano en mano.
Después de ese primer momento de cartas llegó el instituto, y las notitas de clase fueron desapareciendo poco a poco: ya no hacía falta ser discreta, si quería hablar lo hacía en susurros, aunque me llamaran la atención mil y una veces. Creí que entonces mi aventura con las cartas se había acabado, pero de hecho no fue así. Tuve la suerte de ser una de esas niñas que hicieron amigas en internet -amigas de verdad, de mi edad, no hombres creepy que fingen tener 14 años- tan repipis como yo, muy dispuestas a corresponderme en mi deseo de escapar de mi entonces nada satisfactorio pueblo. Así que, como los mensajes directos de Twitter no eran suficientes para nosotras, que queríamos vivir la experiencia Amélie Poulain al completo, empezamos a mandarnos cartas. Esta vez eran mucho más elaboradas, con ese tono tan grandilocuente de las adolecentes que resulta muy divertido cuando lo lees más mayor. Conservo todas estas cartas guardadas en el cementerio que es mi cuarto de la adolescencia, junto a collares de chapas de latas -en ese entonces me dio por coleccionarlas-, pósters de My chemical romance y medias rajadas. A veces vuelvo a leerlas y me conmuevo mucho. Como solo tengo las que mis amigas me mandaban, me encanta imaginar, a partir de sus respuestas, qué era lo que les escribía yo a ellas, qué les contaba, cómo escribía entonces. Creo que nunca he vuelto a estar tan emocionada como en ese momento en el que les escribía a mis amigas de internet. En los años siguiente he escrito algunas cartas a otras amigas que vivían lejos, pero nunca ha vuelto a ser lo mismo. Nunca lo será, supongo. Toca ir aceptándolo.
Pero estoy muy contenta de volver al formato carta, aunque sea de esta forma extraña en la que no le escribo a nadie en concreto, sino a una masa de gente que tampoco me responderá (¿o sí?, respondedme si es posible, por favor). Cierro este primer acercamiento torpe con otra cita de María Moreno, del mismo texto que mencioné antes, que nos anima a todas a ser valientes, descaradas e inútiles en nuestra escritura: “Escriban cartas raudas, divertidas, sueltas de cuerpo y de corazón. Por puro festejo de los demás como las Mariquitas Sánchez o las Santas Teresas de Jesús, las Juanas o las Pepas. Sin ánimo de ir a parar a la jaula crítica o bajo la lupa profesional. Sin motivo y sin remedio, como cuando existía el Alma”.
Besos y hasta pronto <3
Repórtense quienes tenemos un cajón de sastrecillx valiente con cartas más valientes todavía 💖